Joseph Stella_Viejo Puente de Brooklyn, 1941
La fábula oriental es solo uno de los muchos
recursos orientales para que las lecciones prendan y se conserven en la mente.
El ejemplo que vamos a presentar es el de un
cachorro de tigre que había sido criado entre cabras, pero que mediante la
clarificadora instrucción de un maestro espiritual llegó a darse cuenta de su
propia e insospechada naturaleza.
Su madre había muerto al darlo a luz. Preñada,
había estado merodeando muchos días sin descubrir presa alguna, cuando se
encontró con un rebaño de cabras salvajes. La tigresa sentía entonces gran
voracidad, lo cual puede explicar la violencia de su salto. Sea como fuere, el
esfuerzo realizado le produjo el parto y de puro agotamiento murió.
Entonces las cabras, que se habían dispersado,
regresaron al campo de pastoreo y hallaron al tigrecito dando leves quejidos al
lado de su madre. Las cabras adoptaron a la débil criatura por pura compasión
maternal, la amamantaron junto con sus propias crías y la cuidaron
cariñosamente.
El cachorro creció, y los cuidados que le habían
dispensado no quedaron sin recompensa, pues el pequeño aprendió el lenguaje de
las cabras, adaptó su voz a la de sus suaves balidos y mostró tanto afecto como
cualquier cabrito. Al principio tuvo ciertas dificultades cuando trató de
masticar tiernas briznas de pasto con sus puntiagudos dientes, pero luego se
las arregló.
La dieta vegetariana lo tenía muy flaco y daba a
su temperamento notable dulzura.
Una noche, cuando este tigrecito que había vivido
entre cabras había alcanzado la edad de la razón, el rebaño fue atacado
nuevamente, esta vez por un viejo y feroz tigre, y de nuevo las cabras se
dispersaron, pero el cachorro se quedó donde estaba, sin temor alguno.
Desde luego se sintió sorprendido. Al descubrirse
cara a cara con una terrible criatura de la selva contempló al aparecido con
estupor. Pasado el primer momento volvió a cobrar conciencia de sí y dando un
balido de desesperación arrancó una brizna y se puso a masticarla mientras el
otro le clavaba los ojos.
De improviso el intruso inquirió:
-¿Qué haces tú aquí entre estas cabras? ¿Qué es
lo que estás masticando?
La pobre criatura comenzó nuevamente a dar
balidos. El viejo tigre cobró un aspecto realmente aterrador. Rugió diciendo:
-¿Por qué haces ese ruido tonto?
Y antes que el pequeño pudiera responder lo tomó
ásperamente de la nuca y lo sacudió como si quisiera volverlo a sus cabales a
fuerza de golpes. El tigre de la selva entonces llevó al asustado cachorro a un
charco cercano y lo puso en el suelo, obligándolo a que mirase en la superficie
iluminada por la luna.
-Mira esas dos caras. ¿No son iguales? Tú tienes
la cara redonda de un tigre; es como la mía. ¿Por qué te crees ser una cabra?
¿Por qué balabas? ¿Por qué comías pasto?
El pequeño era incapaz de contestar, pero
continuó mirando, comparando ambos reflejos. Entonces se puso nervioso: se
apoyaba en una pata, luego en la otra, y dio un grito quejumbroso de pesar. El
viejo tigre feroz lo levantó de nuevo, lo llevó a su guarida, donde le ofreció
un pedazo de carne cruda y sangrienta, resto de una comida anterior. El
cachorro se estremeció de repugnancia. El tigre de la selva haciendo caso omiso
del débil balido de protesta, ordenó secamente:
-¡Tómala, cómela, trágala!
El cachorro se resistió, pero el tigre le obligó
a pasarla por sus dientes entrecerrados y lo vigiló estrictamente mientras el
tigrecito trataba de masticarla y se preparaba para tragarla.
La crudeza del bocado no le era familiar y le
producía cierta dificultad, y el pequeño estaba por lanzar nuevamente su débil
balido, cuando comenzó a sentirle gusto a la sangre.
Quedó asombrado y cogió el resto con avidez.
Comenzó a sentir un raro placer a medida que la carne bajaba hacia el estómago.
Una fuerza extrañamente cálida nacía en sus entrañas, se difundía por todo su
organismo y comenzaba a estimularlo y embriagarlo. Sintió un regusto en los
labios; se lamió las mejillas. Se incorporó y abrió la boca para lanzar un gran
bostezo, como si se estuviera despertando de una noche de sueño, una noche que
lo había tenido hechizado durante varios años.
Desperezándose arqueó el lomo, extendió y abrió
sus garras. Su cola fustigaba el suelo, y de pronto de su garganta estalló el terrible
y triunfante rugido del tigre.
Entre tanto el severo maestro había estado
observando de cerca y con creciente satisfacción. La transformación se había
cumplido realmente. Cuando el rugido hubo terminado preguntó con aspereza:
-¿Sabes ahora quién eres?- Y, para completar la
iniciación del joven discípulo en el saber secreto de su propia y verdadera
naturaleza, añadió:
-Ven, ¡ahora iremos a cazar juntos por la selva!
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