No es un secreto para nadie. Tenemos un sistema penitenciario saturado. España ha pasado de tener poco más de 10.000 personas en prisión en 1978 a más de 61.000 en este momento. En los últimos 5 años, la población reclusa ha aumentado un 35%. Pero no sólo se ha producido un incremento cuantitativo. Tenemos una población cada vez más compleja y más diversa. Casi un 30% es extranjero. Muchos ni conocen nuestro idioma.
La diversidad de las razones que les han llevado a la prisión es también notable: desde quienes llegaron por Barajas transportando en su cuerpo droga, a personas que vinieron en busca de trabajo y acabaron viviendo de la indigencia y el pequeño delito. Otros, los menos, forman parte de grupos organizados, extremadamente violentos y potencialmente peligrosos incluso en la prisión. Tenemos terroristas fanáticos de ideas religiosas. Hemos detectado cómo desde los centros penitenciarios se captaba a personas para inducirlas a cometer nuevos delitos. Todo ello nos ha hecho extremar las medidas de control y seguridad y practicar una política de dispersión permanente del crimen organizado. Muchos de ellos están en aislamiento. Eso complica aún más la vida y la habitabilidad de nuestros centros.
También es importante el número de personas condenadas por delitos de agresión sexual o de abuso de menores, o de violencia contra sus parejas. Personas que requieren políticas de tratamiento específicas para abordar su problemática y que presentan un importante riesgo de intentos suicidas o de agresiones de otros internos que repudian estos delitos.
Hay entre la población reclusa un porcentaje cada vez mayor de personas con patologías psiquiátricas, con problemas mentales de mayor o menor importancia, pero cuya falta de tratamiento en su medio habitual tiene mucho que ver con la comisión de delitos a veces gravísimos: agresiones familiares, estragos, incendios... También tenemos personas discapacitadas intelectualmente. O con carencias formativas terribles. Algunos no saben leer ni escribir, ni entender la hora en los relojes. En Ourense me contaron de un chico al que le habíamos enseñado a distinguir los colores. Y está la lacra de la droga. La mayoría de las personas que comenten delitos sufre drogodependencia. Muchos son crónicos de nuestro sistema penitenciario y de su propia autodestrucción. Salen y entran por pequeños delitos asociados al consumo de drogas, alcohol, pastillas... Bastantes, arrastran enfermedades graves.
Hay muchas personas que no soportan la prisión o la conciencia del delito que les llevó a ella. El suicidio es una de nuestras preocupaciones mayores. Hemos revisado los protocolos de detección y de prevención, pero es muy difícil evitar que alguien consume una decisión tan irreparable.
Dirigir el sistema penitenciario de un país permite ver los problemas que la sociedad no ha resuelto o no sabe afrontar: la droga, la enfermedad mental, la crisis de la familia, el desarraigo, la soledad, el fanatismo, la marginación, la ambición desmedida, la ausencia de valores... la pobreza. Y también enseña que la cárcel no puede ser la alternativa a las carencias sociales, la desigualdad, la falta de tratamientos y centros psiquiátricos, la marginalidad, el subdesarrollo, la incultura, la adicción a las drogas... Una se siente al mismo tiempo impotente para resolverlo todo y ávida por transformar las cosas que están a nuestro alcance. Hay demasiado sufrimiento humano a uno y otro lado de los muros para ser insensibles a él.
La sociedad del siglo XXI, asombrosamente, se resiste a hacer reflexiones en profundidad sobre los cambios que se han producido en nuestra forma de vida y su incidencia en la delincuencia. Se ha instalado la simplista e inexacta idea de que la manera de combatir la delincuencia es mandar cada vez más gente a la cárcel. España se ha puesto a la cabeza de Europa en población penada, pese a que no es de los países donde se cometen más delitos ni de más gravedad. Esta filosofía ha puesto al sistema penitenciario español al borde del colapso.
Hay que hacer nuevos centros. El Gobierno ha abordado un ambicioso plan de infraestructuras. Pero esta espiral no puede seguir hasta el infinito. Cada cuatro años (el tiempo que cuesta hacer un centro de 1.000 plazas) la población reclusa se incrementa en 6.000 personas (ése es nuestro ritmo actual de crecimiento). Cada nuevo centro cuesta 90 millones de euros. Si los legisladores siguen valorando que la manera más efectiva de abordar los problemas sociales es enviar a más gente a la cárcel, desoyendo la opinión de los expertos que dicen que la privación total de libartad es antitética con el tratamiento de determinadas patologías; si no se generaliza la utilización de medidas alternativas de cumplimiento de las penas que las leyes ya contemplan, la situación será inasumible en pocos años.
Ha llegado el momento en que la sociedad moderna supere la idea de que las prisiones son el destino inevitable al que están abocadas todas las personas que incumplen las normas penales. No es razonable. No es útil. No es realista.
El sistema penitenciario es un instrumento de represión, pero también de integración social. Puede servir para cubrir carencias formativas, de salud, de hábitos de trabajo para personas que no han tenido oportunidades en la calle, o que no han sabido aprovecharlas.
Es una contribución profunda a las políticas de seguridad: sacar de la marginalidad, la droga, la delincuencia a quienes están cumpliendo en un centro penitenciario.
Esta política con la que tantas personas estamos comprometidas, terminaría en el fracaso y en el desánimo de los profesionales si mantenemos el sistema saturado y si no ponemos en marcha con decisión nuevas formas de cumplimiento de las penas acordes con los perfiles de peligrosidad, riesgo de reincidencia y alarma social de cada persona. Vivimos en el siglo XXI, las ciencias de la conducta, la tecnología, las ciencias sociales ponen en nuestras manos instrumentos nuevos para hacer frente con eficacia y eficiencia a las necesidades de nuestro sistema penal.
Ése es nuestro reto. Modernizar nuestro sistema penitenciario, diversificarlo. Utilizar tecnologías nuevas de control; desarrollar junto a los ayuntamientos los trabajos en beneficio de la comunidad como medidas alternativas a la prisión para los pequeños delitos o los primarios; crear nuevas unidades terapéuticas para drogodependientes, para enfermos psiquiátricos... Ello nos permitirá tener los centros de cumplimiento menos saturados y poder hacer de ellos espacios donde aprender a convivir, a respetar los derechos de lo demás, a pensar con esperanza en el futuro. Y mejorar la seguridad.
Esta es una tarea de todos. Debemos abordarla con rigor y sin demagogias fáciles. Hacer políticas eficaces de seguridad es una responsabilidad común. También tener un sistema moderno, bien dimensionado y rehabilitador.
Mercedes Gallizo
es directora general de Instituciones Penitenciarias
es directora general de Instituciones Penitenciarias
EL PAÍS, martes 22 de noviembre de 2005
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